21/3/07

Vírgenes del gol

Cuento que escribí hace tiempo. Tomate 5 minutos para leerlo. Agradeceré tu comentario.

Yo lo miraba absorto, y utilizando las últimas letras de mi absorto, dije: qué orto. Todo lo que sobrevino después es inexplicable y de un tinte claro de humor negro. Por fin la gloria se acordó de nosotros y quedaríamos registrados en los récords del mundo entero.

Antes de eso, sucesos que contaré progresivamente, mi pueblo llevaba veinticuatro años participando de los campeonatos amateurs de fútbol que se jugaban en el oeste argentino y, aunque no nos hubiera gustado, tranquilamente podríamos haber figurado en el Libro Guinness de los Récords. A través de todos esos años el equipo terminó en la última posición, que no sería lo más denigrante de este caso si no existiera otro pequeño detalle en las campañas: nunca pudo convertir un gol y, en cambio, recibió trescientos ochenta y tres.
Intentando enterrar el pasado vacío de éxitos y repleto de bochornos deportivos, nos entrenamos más que nunca. Fueron dos meses de pretemporada en que los ejercicios físicos constituyeron la actividad principal y al mismo tiempo, una novedad. Estábamos en la etapa final en la que teníamos que agarrar el ritmo futbolístico. En esas andábamos un miércoles de enero en la plaza del pueblo, en el que el atardecer gigante del interior del país nos sorprendió, nuevamente, tomando unas cervezas bien heladas. Éramos tres de los integrantes del plantel que esa tarde había entrenado a los pies del sol que regaló una temperatura de treinta y siete grados con una humedad inexistente de diecinueve por ciento.
El gordo Álvarez, no tan grande como su corazón,lanzaba una de sus célebres cargadas. Su víctima de ocasión era el goleador sin goles del equipo, Juan Pablo Alchapar.
–– Olfatea el sabor ––le dijo seriamente––. Después agregó socarronamente: –– Olfato de gol no tenés, pero para la cerveza sos un goleador de raza.
Sus estadísticas le contaban a todos que en tres años, en los que jugó cuarenta y ocho partidos –36 oficiales y 12 amistosos-, estuvo a punto de convertir un gol en dos oportunidades. Un cabezazo en el día de su debut dio contra la parte externa de la red del arco y por un instante glorioso el pueblo estuvo a punto de gritar la palabra prohibida. La otra ocasión que tuvo Alchapar para que Marechal –bienvenidos- trascendiera sus cerros y montañas secas enquistadas de cactus y rodeadas de jarilla, fue en un partido que jugamos en nuestra cancha ante cincuenta y tres espectadores contra el equipo de Justo Daract, de la vecina provincia de San Luis. Un centro sin destino certero fue a chocar contra la mano de uno de los defensores puntanos y el árbitro cobró el penal. Cuando sonó el silbato yo creí que el hombre de negro había cobrado posición adelantada, no conocíamos la excitación, el dulce sabor que desprende la próxima ejecución de un tiro penal. El rumor de la llegada de la gloria se expandió rápidamente por todo Marechal, y en pocos minutos las humildes instalaciones del “Gigante de Los Andes” –así conocíamos nosotros al estadio- se vieron rebasadas de espectadores que no entendían nada de lo que estaban viendo pero que sin embargo sentían un cosquilleo en la piel de los brazos, que todos interpretamos como el comienzo de algo histórico.
Como ningún integrante del equipo de Marechal tomaba la decisión de ejecutar el penal, el árbitro oriundo de San Juan le entregó la pelota en las manos a Alchapar. Un leve estremecimiento sacudió las hojas de los árboles de los alrededores: era la onda expansiva provocada por el temblor de las largas piernas del delantero convertido en involuntario protagonista del hecho más fragoroso en la vida del pueblo.
Cuando terminó de acomodar la pelota en el punto del penal, su mente se negaba a responder su auto pregunta sobre a qué orilla ejecutar el tiro. Tan sólo once metros lo separaban de la chance de convertirse en héroe. Justo antes del momento crucial el arco le pareció demasiado chico, no era el que había visto toda su vida. El remate no fue a parar a ninguna orilla. Ninguno de nosotros pudo observar lo que pasó, ya que nubes de arena cubrieron todo el área: Alchapar le había pegado a la tierra, y la pelota llegó mansamente a las manos del arquero que ya estaba tirado sobre su derecha. Al final del encuentro, solamente siete personas que se quedaron supieron el resultado final: 0-5 en contra.
–– Somos un desastre ––comentaba la gente.
–– Habría que prohibir el fútbol en el pueblo, para no pasar más vergüenza –– sugerían otros.
Dos semanas antes del inicio de una nueva temporada, muy a pesar de muchos, nos aprestábamos a emprender un nuevo desafío. El gordo Álvarez, nuestro mejor y único arquero, Roberto “El Hacha” Demetrio, Alchapar y yo, Danilo Lentini, leíamos los rivales que nos deparó el sorteo del fixture. En la primera etapa compartíamos grupo con San Rafael y General Alvear. Además nos tocó uno de los “cucos” del torneo: Cutral Có de Neuquén. Los otros dos rivales serían Villa Mercedes de San Luis y Calingasta de San Juan. Para ser honesto, yo era uno de los más asustados con la peligrosidad de nuestros futuros contrincantes. Como segundo marcador central ya sufría imaginándome todo el trabajo que me esperaba para detener los embates de los enormes delanteros rivales. Siempre creí haber nacido para ser un centrodelantero, “el nueve”, para cansarme de hacer goles y recorrer el mundo reclamado por los mejores clubes. La realidad me fue retrasando de a poco en la cancha y terminé por soñar con ser un defensor implacable en la marca de los mejores delanteros del mundo. Siempre supe la forma exacta de marcar a Ronaldo, pero quizás soñaba demasiado.
Esa tarde el sol reinaba a sus anchas en un diáfano cielo mendocino. Sus rayos se apoderaban de nuestro pueblo, el calor era de infierno. Desde el fondo de la calle principal, vimos levantarse el polvo milenario de la pre cordillera. En el medio de la cortina de tierra una figura que no pudimos identificar en un primer momento avanzaba hacia nosotros emitiendo un sonido lejano, sucio, irritante. Nos miramos sin entender, en un silencio que casi hablaba. Permanecimos a la espera de lo inevitable. La figura ahora se deformaba generando otras a su alrededor. El gordo se anticipó al tiempo y pocas veces lo vi hablar tan en serio.
–– Hijos de puta ––dijo––. Son esos políticos de mierda gastando la plata del pueblo.
En efecto, eran ellos. Iban parados en la parte de atrás de cuatro camionetas Ford 100 último modelo. El candidato a intendente por el Partido Vecinalista Federal, Ricardo Testaferro, estaba en el centro de todos vestido con una camisa de seda verde pastel y unas bermudas blancas con bolsillos anchos. Repartía saludos y besos al estilo de las reinas de la Vendimia, cargados de poder y vacíos de sentimientos. Sus caras denotaban la ansiedad voraz que sólo el poder es capaz de dibujar en los rostros de aquellos que sueñan con él para llenarse los anchos bolsillos de bermudas blancas o pantalones de vestir. Al vernos, la jauría de asesores que caminaban a los costados de las camionetas nos saludó y abrazó como amigos de siempre e hicieron bajar del trono al candidato de entradas mal disimuladas con mechones peinados de atrás hacia delante, bigotes para acentuar la personalidad, y sonrisa de metal. Nos puso al tanto de sus planes.
–– Vamos a ser el ejemplo de todos en el deporte ––aseguró con firmeza––. Nos miró para estudiar reacciones faciales y se desató: –– El complejo deportivo que vamos a construir estará encabezado por los mejores especialistas, médicos deportólogos, nutricionistas, profesores de gimnasia, masajistas, y todo gratis para que ustedes sólo tengan que pensar en ser los mejores.
Alchapar cometió el error imperdonable de creer, y entonces Testaferro soltó otra andanada de promesas electorales en un discurso omnímodo que duro veinte minutos y culminó con una frase que tuvo un eco fantasmal:
–– Este pueblo está condenado al éxito.
Dos días antes del inicio de un nuevo campeonato, dos técnicos habían sucumbido en el fango de nuestra habilidad. El primero fue Jorge Zabala, un mendocino de pura cepa que nos reunió en el medio de la cancha una, dos, tres y mil veces para remarcarnos una, dos, tres y mil veces que “la mejor manera de defender es teniendo la pelota, cuando la perdemos hay que hacer un esfuerzo y correr, ustedes tienen piernas igual que todos, saquen el talento que llevan muy adentro”. Después dio indicaciones individuales. Cuando me llegó el turno, me dijo:
–– Desde ahora vos vas a jugar con los bolsillos cosidos. No podés jugar con las manos en los bolsillos ––concluyó remarcando la palabra bolsillo con ademanes aspaventosos que me intimidaron.
Cuando terminó el entrenamiento metí la mano derecha en el bolsillo del pantalón corto azul y descubrí que todavía me quedaban pedazos de galleta. Zabala se fue como vino, sin avisar. Tres días después llegó Germán Rodríguez, un porteño que nos presentaron como la persona que “descubriría oro en las montañas”. Al principio del primer entrenamiento en conjunto lo oímos dar diferentes indicaciones:
–– Este equipo jugará con tres defensores, dos volantes tapón, tres de ida y vuelta, un enlace y un punta.
–– Cagué ––pensé yo––, ahora hago banco.
La práctica entre titulares y suplentes –con dos jugadores menos– terminó 0 a 0. ninguno de nosotros se sorprendió de que al día siguiente Rodríguez ya no fuera. Sólo para darnos una mano, para tirarnos el salvavidas, Benito Pugliesi aceptó hacerse cargo de la dirección técnica del primer y único equipo de Marechal Fútbol Club. Benito era el encargado de mantener en buen estado el césped que nunca tuvo nuestra cancha. Cuando llegó el día del debut, Benito dio la formación en el colectivo cuyo destino era Calingasta:
Abel Álvarez en el arco, Juan Raya, Roberto Demetrio, Hernán Martínez, Omar Miguez y Carlos Riquelme serían los cinco defensores. En el medio, Gabriel Rifourcat –nuestra estrella–, Jorge Sic, Pablo Silas y Mateo Motuca. Como solitario delantero, responsable del gol y de las posibilidades erradas estaría Juan Pablo Alchapar. Yo, Danilo Lentini, calentaría el banco.
A las cuatro de la tarde de un sábado 19 de enero, con 38 grados a la sombra de árboles que no estaban en ninguna parte, comenzamos a jugar con camisetas de mangas largas porque las de manga corta todavía estaban secándose en el alambre del patio de Doña Ermigia Gómez de Alchapar. A los tres minutos, Braulio Santos, el goleador sanjuanino que contaba ya con representante sacó un derechazo que pasó debajo del cuerpo del gordo Álvarez nueve segundos antes de que su cuerpo llegara al suelo. Cuando el árbitro marcó el final del primer tiempo las trescientas personas que fueron a ver a los locales dieron las gracias por poder descansar sus gargantas que utilizaron seis veces. En la segunda parte, dimos lo mejor de nosotros y pudimos equilibrar el trámite del juego. De todas formas nos llamó la atención que Calingasta tocara para atrás y para los costados una pelota que pudimos meter en el área de ellos una sola vez. El resultado final fue 7 a 0. En la segunda fecha perdimos como locales con Cutral Có por 4 a 0. Luego San Rafael se apiadó de nosotros y nos ganó por un exiguo 3 a 0. Después de diez fechas nuestra posición era la de siempre: últimos, sin puntos y sin goles. Cuarenta y cinco tantos en contra hicieron que fuéramos a parar a la zona consuelo, donde jugarían los cuatro peores equipos del torneo.
En la primera ronda el tiempo mantuvo su viento árido privado de emociones frescas para nosotros. Personalmente mi mejoría fue notable. Me adueñé de la titularidad y conecté dos cabezazos en el área rival. Uno pasó dos metros por sobre el travesaño y en el otro le pegué con la nuca y la pelota se fue al lateral. Una sorpresa nos depararon los encuentros revanchas de la segunda ronda. Todo empezó en el primero, jugando en nuestra cancha contra 25 de Mayo de La Pampa. En el minuto veintiocho del primer tiempo, una sensación nunca antes experimentada recorrió nuestros cuerpos en un escalofrío que comenzaba en la rodilla izquierda y terminaba bajo la forma de un ligero temblor en la mano derecha. Era la sensación de la cercanía del gol. En efecto, a partir de ese momento, que le produjo una corditis a Benito de tanto gritarnos “sigan así que llega, sigan así”, una sucesión de jugadas con lujos incluidos nos dejó cuatro o cinco veces al borde del momento tan esperado por los marechales. El primero en sorprenderse fue Juan Raya, que luego de tomar la pelota en la mitad de la cancha (con un pase mío)agachó la cabeza y de pronto se encontró con el arquero que le salía a taparlo. Su escasa experiencia fuera de los límites de la mitad de la cancha, y la certidumbre arraigada en todo el pueblo de que Dios había cometido un error con las piernas de Raya al ponerle la derecha en lugar de la izquierda y viceversa, se congeniaron para que su remate fuera a parar mansamente a las manos del arquero. Rifourcat, Silas y Motuca también tuvieron la chance de que en el futuro la calle principal de Marechal llevara su nombre, y tuvieron también la oportunidad de que nunca más un equipo se burlara de nosotros, como sucedió una vez con un jugador del Gran Mendoza que en lugar de intercambiar un banderín, sacó un pequeño diccionario de su bolsillo ante la mirada petrificada de nuestro capitán. En un susurro que la brisa se encargó de esparcir como la mejor de las chusmas de barrio para que recorriera el país, dijo muy suelto de cuerpo:
–– Le falta sólo una página, pero no importa porque es la página donde sale la palabra gol. Ustedes no la necesitan ––alcanzó a sentenciar antes de largar una carcajada descomunal.
El partido con 25 de Mayo concluyó 1 a 0 para los del sur de La Pampa. Por un gol en contra de un defensor que ahora no recuerdo con precisión. El segundo partido fue de visitante con Guaymallén de Mendoza y logramos establecer nuestra marca de imbatibilidad. Estuvimos empatados en cero por más de noventa y ocho minutos, porque el árbitro, descaradamente localista, dio nueve de descuento. Cuando el cronómetro marcó el minuto cincuenta y cuatro el 10 de ellos se plantó frente a dos defensores nuestros, puso el pie derecho sobre la pelota y con un giro veloz salió hacia el centro del campo dejándolos atrás, después me tiró un caño a mí y sacó un zurdazo inoportuno que se clavó en el ángulo superior izquierdo de un gordo Álvarez que voló como nunca para luego hacer lo de siempre: sacar la pelota de adentro.
Una semana después, bajo el cielo de Aries, Marechal completo estaba reunido en torno a la cancha arrastrado por el aire de esperanza que sopló nuestras dos últimas presentaciones. No faltaron los envidiosos que dijeron que la congregación se debía a que todos sabían que Ricardo Testaferro, el nuevo intendente, en una acción demagógica había asegurado que disolvería el equipo para no pasar más vergüenza y que los opositores no nos mencionaran como un déficit de su gestión municipal. Al margen de las especulaciones, nuestro último rival era Villa Krause de San Juan, un equipo poderoso que cayó en desgracia luego de que le suspendieran por tres años a catorce jugadores que participaron en una piñadera histórica con los jugadores de Olta, La Rioja.
Muchos de los presentes, lo supe tiempo después, estaban en la cancha porque se rumoreaba que vendrían veedores del Libro Guinness de los Récords para comprobar con sus propios ojos la historia que llegó a sus oídos sobre el que probablemente fuera el peor equipo del mundo, los vírgenes del gol.
–– Nunca jugué con tanta gente ––me dijo Rifourcat con voz trémula.
Quise responder pero mi voz se ahogó en el caldo espeso del tremendo susto que invadía mi razonamiento. Rifourcat siguió buscando en mi el apoyo que esperaba.
–– ¿Será cierto lo que dicen?.
En menos de un segundo lo miré de reojo, me tomé mi caldo espeso de miedos y reaccioné con una frase a la cual la historia se encargará de darle su importancia posterior:
–– Me importa un carajo lo que digan.
El primero en asustarse con tamaña demostración de coraje y personalidad fui yo mismo. Rifourcat, al contrario, mostró una sonrisa expresada en el rostro pero dibujada en el corazón y me dijo palmeándome un hombro:
–– Gracias. Salgamos a jugar, este es el momento que soñamos siempre, nuestro momento.
Nuestras viejas veleidades de grupo dieron paso a una profunda empatía. Los gritos de aliento proferidos por Rifourcat repercutieron en la cercana majestuosidad de Los Andes. Los primeros minutos del partido produjeron un estremecimiento en la gente que observaba con estupor. Ya a los tres minutos Sic recuperó una pelota, giró sobre su cintura de 95 centímetros y amagó a cambiar de frente al mismo tiempo que tocaba suave a la derecha para la subida de Rifourcat, que con velocidad se metió entre dos rivales, tocó corto con Silas que le devolvió con precisión la pared y, ya dentro del área, picó la pelota por sobre el cuerpo del arquero. El travesaño nos negó el grito postergado por generaciones, pero no pudo ahuyentar la sensación de que algo estaba por suceder. Sobre el final de la primera etapa, con el marcador en cero, Mateo Motuca desenganchó su cuerpo de gigante escandinavo del cuadrado del sector izquierdo de la mitad de la cancha que nunca traspasaba y se metió entre los defensores con ínfulas de toro herido y cuando fue a encarar al líbero sanjuanino, recibió de éste un planchazo que le produjo una fractura del peroné. Cuando nos dieron el penal, todos comenzamos a saltar como si hubiéramos convertido un gol, todos menos Juan Pablo Alchapar, que se aferró a la pelota como la miseria se había aferrado a Marechal en un tiempo sin testigos. Fue tan firme su decisión personal de ejecutar el penal, que nadie se atrevió a proponer una alternativa. Nadie recordó que Juan Pablo ya había pateado antes un penal. Entre la gente hubo varios heridos en medio de la desesperada carrera que se desató por ubicarse detrás del arco del equipo de Villa Krause para ver lo que ningún otro mortal de este mundo había podido ver: un gol del Marechal Fútbol Club.
Alchapar se paró con las manos en jarra, como los que saben. Nunca miró al arquero. Observó siempre de reojo al árbitro esperando que diera la orden. Finalmente, en medio de un silencio de muertos, comenzó a desandar la carrera que había tomado. Le pegó a la pelota con su derecha letal pero el tiro se estrelló en el pecho de un arquero que se quedó en el medio del arco. El rebote fue a parar hasta la mitad de la cancha, donde esperaba sin esperanza un delantero de Krause que eludió a Álvarez con gambeta hacia fuera y puso el 1 a 0.
Extrañamente la concurrencia no se fue después del primer gol y tampoco después del segundo, del tercero, ni del cuarto. Segundos después de que el árbitro marcara un minuto de descuento, el arquero sanjuanino hizo un saque de arco que sería el inicio del final del partido. Por el área volvía caminando hacia tres cuartos de cancha, con la cabeza gacha, Juan Pablo Alchapar. El destino de reglas anárquicas quiso que el potente saque de arco chocara contra la cabeza de nuestro delantero; Alchapar cayó fulminado al suelo un segundo antes de que la pelota se metiera en el arco de un arquero sanjuanino que la vio pasar impotente por sobre su cuerpo.
Dos días después, el entierro de Juan Pablo Alchapar era una fiesta popular en la que Marechal seguía festejando el primer gol de su historia y en la que dos personas comentaban entre risas a los padres del goleador que su hijo tendría el honor de figurar en un libro de récords como el único muerto que hizo un gol.

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5 comentarios:

Anónimo dijo...

me encanto esta barbaro, tiene algo de fontanarrosa. Pero no me tomó 5' sino 10' che jaja
saludos
ese lo publicaste?

Marlena dijo...

Javi, este cuento es EXCELENTE! en serio, no te exagero, me encantó, y el remate del final, está buenísimo.
Algunos nombres de jugadores me resultaron conocidos ;o)
Te felicito! y muchas gracias por regalarnos este relato.
Un beso grande,

Javier dijo...

Como escritor de SInteligente, iba a publicar una foto de tu página como link hacia la dicha, pero viendo que no te interesa hacer un intercambio de propaganda, no vale la pena.
Cualquier consulta: sinteligente@gmail.com
GENER TM. Todos los derechos reservados.

Anónimo dijo...

Hola. Me apellido Alchapar y me ha chocado enormemente encontrarme este relato por casualidad tras una busqueda en google... Más tarde con algo de tiempo lo terminaré de leer. ¿Puedo preguntar que te inspiró a incluir ese apellido?

Anónimo dijo...

soy cali jm q ventanita rara esta no sabia q poner me gusto esto que escribiste jm pero llevo mas de 5 minutos como 10 pero me encanto .una pregunta que son las ventanas emergentes que en un lugar dice no use ventanas emergentes enviame la respuesta porfa asi ya se ok jm escribi en mi blog besissssssssss
cali