Un perro cuya sentencia de muerte es haber nacido con habilidades humanas, la vida de un telemarketer, el ocaso de un gran futbolista brasileño, la historia de la evolución de la manzana que comió Eva y una suegra que insiste en vivir, integran estos cinco cuentos brevísimos y originales.
Tupín fue desde el primer día de vida un perro especial. Como por obra o yerro del destino podía razonar y más tarde hablar, equivocó su papel en la vida y quiso igualarse al hombre. Vivió en una casa grande de una modelo que tenía 24 perros. En su suerte no figuraba ser el macho alfa, por lo que usó sus habilidades para ascender. Le habló al líder de lo conveniente que era para él correr y ladrarle a los autos. El perro inducido murió aplastado por un Torino. Hizo varias macanas parecidas hasta que logró ser el macho alfa y quedarse con la mejor hembra, pero la facultad de pensar no siempre es la mejor facultad. Pronto se metió en la vida personal de su dueña y a través de diferentes artimañas le fue ahuyentando a sus novios. Así logró vivir varios años como el mimado de la modelo, hasta que el mes pasado ella se levantó un futbolista. Con el sex symbol ella no tardó en olvidarse de sus perros y él llenó la casa de gatos. Deambulando por las calles Tupín ya sabe que pensar te convierte en una mierda.
Al nacer Ramón Gómez González Salvaterro se compró a los médicos y enfermeras con su sonrisa. Y también se compró al joven novio de su madre, que se olvidó así de las amenazas de exigir un ADN de la dudosa paternidad. Cuando los dioses que manejan el sindicato de los nacimientos en el cielo escribieron su destino decretaron que Ramón Gómez González Salvaterro sería telemarketer. Ya en su puesto Ramón G.G. Salvaterro (como firmaba sus cheques de comisiones) se destacó por vender y vender. “Si este es capaz de venderle biblias a los ateos”, era el chiste usual en su trabajo. Como operador Nº1 de la empresa telefónica era inigualable. Vendía y vendía sin importarle cuánto tuviera que mentir o molestar. Últimamente ha estado en el área de Nuevos Clientes de Llamadas de Larga Distancia. El mes pasado hizo 4.599 suscripciones realizando para ello 6246 llamadas. Su capacidad para llamar y joder en la siesta (porque ese es el horario en que llaman estos hijos de vaya saber qué padre) era tan maquinal que nunca se enteró que había llamado a su casa y le había vendido a su madre el paquete de larga distancia. Puso el grito en el cielo cuando vio en la factura, pese a que no usaban el servicio, que el ítem llamadas internacionales venía con $723. Como $300 eran de impuestos, y otros $300 de gastos de mantenimiento. El resto venía con códigos. Desde ese día Ramón Gómez (así firma los panfletos) es el titular de Defensa al Consumidor y en este momento está al frente de un cacerolazo en la telefónica mientras yo lo miro desde la ventana del cuarto piso, en el área de Morosos judicializados, donde el año pasado me eligieron el empleado del año con un récord de 149 recuperos en juicios.
El último gol del brasilero Duda Mendonca fue para los anales: lo hizo de culo. Y Duda no sabía que ese sería el último guiño de la caprichosa suerte. En sus años pletóricos le decían Mendonca y los clubes en los que estuvo ganaron millones de pesos vendiendo su camiseta, la Nº 13, número que él tanto ayudó a que dejaran de ligar a la yeta. En sus últimos años la camiseta llevaba el Nº 14 y el apellido estampado era Duda. Estas dos cosas tenían una explicación, dos historias y un culpable. El culpable estaba relacionado directamente a las dos historias y todos eran englobados por la explicación. El culpable era un pedante utilero que al elegirle el número dijo “para el negro borracho nada mejor que el 14”. Y pese a saber que su leyenda llevaba el apellido Mendonca, le puso Duda por un chiste de dudoso gusto: “Este grone me genera más dudas que certezas”. La explicación era que Duda Mendonca, por esas cosas del fútbol y sus representantes, había ido a parar seis meses al fútbol argentino, desde donde se iría mediante una triangulación que supuestamente incluía lavado de dinero a terminar su carrera al fútbol yanqui, que de esto saben tan poco que hasta le han cambiado el nombre. Le dicen Soccer. Lo que Duda y su respetable carrera no sabían era que en Argentina concluiría su trayectoria. Sus historiadores no saben si primero vinieron los excesos, la televisión y las minas o las calificaciones implacables del diario Olé, que lo premiaron bastante seguido con el redondo 0. Una vedette que primero lo usó para hacerse conocida se compadeció de Mendonca y le consiguió un laburo en una obra teatral de Gerardo Sofovich, donde el negro integra el cuerpo de baile.
Por esas cosas de la evolución la manzana que un día se comió Eva, tras varios siglos en que fue planta, árbol, pez, piedra y finalmente gato, se convirtió en una mujer. Le decían Gigi y entre sus amigos y no tanto la frase más vocalizada era “está para comérsela”.
Nota: este texto fue encontrado bailando con el viento.
Nota2: este texto fue usado por los defensores de Darwin para avalar su teoría
Nota3: este texto fue usado por los detractores de Darwin para ironizar su teoría.
Nota4: este texto fue usado por José Narosky y convertido en aforismo.
Nota5: este texto fue leído, usado, reconvertido, estudiado, acribillado, borrado, tergiversado, criticado y finalmente olvidado por los Hombres.
Nota6: este texto necesita que alguien lo arroje de nuevo al viento para completar su función en esta vida.
Nota7: hay una secta innombrable que dice que cuando este texto baile de nuevo con el viento el fin del mundo habrá llegado.
Cuando Esteban se casó con Dulcinea no tardó mucho en enterarse de que en casa mandaba ella. Lo supo el día que el escribano le trajo la escritura de la casa para que firmara. Estaba a nombre de ella. Cuando se casó con Esteban, Dulcinea no tardó mucho tiempo en advertir que su suegra sería un problema, pues era la debilidad de su esposo. Desde ese día comenzó a desear que Ramona se muriera, e incluso con el correr de los años hizo “arreglos” menores para facilitar su deseo. Cuando Esteban se casó con Dulcinea, Ramona ya sabía que no le convenía y se encargó de repetírselo a su hijo durante décadas. Incluso ayer yo, que soy su vecino, escuché claramente: “Bueno nene, la vida es así, la gente se muere, vos sos joven y podés conseguir otra esposa. Olvidate de ella que la semana que viene cumplo 99”.
3/1/08
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20/8/07
Gigi
Dicen que soldado que huye sirve para otra guerra, pero yo ahora sé que soldado herido no sirve ni para lavar los uniformes de la tropa. Gigi fue mi Vietnam; sólo en las historias sobre ella que yo invente lograré triunfar, similar a lo que pasa con Estados Unidos, en cuyas películas ellos siempre ganan.
Fue en el verano del ’94 que la conocí. De vacaciones con amigos en la playa, como todas las noches, salimos a pasarla bien. La conocí recorriendo la previa bolichera entre bares y calles atestadas de esa onda despreocupada que sólo puede generar miles de personas de vacaciones cuya máxima preocupación es en qué gastar la plata, o en todo caso (el mío), cómo conseguir mujeres.
Cuando entramos al bar no había lugar en las mesas, por lo que tomamos uno en la barra. De costado, para vigilar todo el frente de batalla. Aunque la belleza no faltaba, hubo una larga cabellera negra evidentemente ondulada con una planchita hogareña que llamó mi atención. Una segunda y detenida inspección fue mi éxtasis: me perdí, me babeé, sí, en esos ojos negros y labios voluptuosos maquillados finamente del tono rosa de sus mejillas, me perdí.
Fue cuestión de que una de sus dos amigas se levantara a pedir un trago para que yo avanzara firme. Me senté en la silla a su lado obviando la cara de su amiga y tratando de que ella no la mirara, pues estaba seguro que su expresión no me sería favorable (admítanlo, ustedes son así, los pretendientes de sus amigas nunca son buenos). En medio del nerviosismo lógico que se hace más evidente cuando se lo intenta disimular, ataqué:
- Hola, qué suerte tengo, al fin te conozco. Me habían dicho que en estas playas estaban las mujeres más hermosas del país… será mi exigencia, pero hasta ahora no lo había comprobado. ¿Qué tomás?
¿Por qué el éxito o fracaso de una vida entera, o de una relación entera, se decide en un segundo? Ese segundo entre la propuesta y la respuesta que ni siquiera advertimos, pero es él, ese segundo, el que nos marca la suerte, quien reparte las cartas. Por lo general a mí como mucho me daba anchos falsos, pero como ese segundo es femenino es inextricable: esa noche me dio buenas cartas.
– Daikiri –respondió.
Mi sorpresa a su respuesta fue potenciada cuando me di cuenta que sonreía. Hasta ese momento no lo había hecho, mi ataque, el segundo eterno y su respuesta, habían tenido como decoración una misma expresión en su rostro: me miraba como estudiándome, como leyéndome mis pensamientos.
Desde el momento en que su amiga dijo algo como “voy a ver por qué no vuelve Valeria” y mi amigo Andrés me dijo que le parecía conocida, pasaron cuatro meses. Meses en que Gigi y yo compartimos todo, incluso terminó aceptando mi propuesta de venir a pasar unos días a mi departamento cuando nuestras vacaciones se acabaron. Claro que para eso la tuve que esperar un mes porque se negó a venir hasta que la temporada turística terminó.
Gigi era venezolana, pero no lo supe hasta hace poco ya que su acento, moldeado por tantos viajes por el mundo según fueron sus palabras, no lo informaba. En el verano el día domina a la noche e invita a disfrutar ambos, fue por eso que las semanas se fueron pasando y ella y yo, desconocidos, fundidos en uno solo en sucesivos atardeceres en la montaña, la pasamos como dos enamorados a los que les sobra tanta pasión, tanta dulzura, que creen conocerse aunque nada sepan el uno del otro.
El día que entró a mi departamento supe lo primero sobre ella: se llevaba bien con los gatos, pues Bioy, mi gato, inmediatamente se puso a fregarse contra su pantorrilla e, increíblemente, se dejó tomar entre sus brazos y se acurrucó feliz entre los pechos que ella le ofreció.
No cocinaba, pero se manejaba como mono en un árbol en las calles, más allá de que no conocía mi ciudad. Todo lo tomé como una virtud: “Al menos no tengo que lavar platos” me dije.
El dulce néctar que provoca estar de vacaciones fue llegando a su fin y los dos gorriones comenzaron a hacer silencio cada vez que la palabra futuro o cualquier conversación que lo involucrara avanzaba. En realidad el tema siempre era introducido por mí, que le empezaba a insinuar mi agrado a la posibilidad de una convivencia.
La última noche que pasó conmigo me dijo algo que en mi idilio sonó descolocado.
–Sabías que tu gato es insoportable...
La llamada de mi amigo Andrés fue a las 12 de la mañana siguiente.
“A lo primero no le di importancia porque pensé que sería una chica de una noche, de dos, de unas vacaciones. Pero cuando con los chicos nos dimos cuenta de cómo estabas cambiando me volvió a la mente que yo la conocía de algún lado. Revisando mi billetera encontré una tarjeta que me dieron en unas vacaciones en la playa hace dos o tres años. Sólo dice “¿Buscás chicas? Llamá a este número…”.
Me habló como tres o cuatro minutos más. Mientras yo hablaba la vi a Gigi que me miraba fijamente desde la puerta, desnuda. Andrés terminó de contarme todo; ella era prostituta y se dedicaba a venderse en las temporadas altas de los destinos turísticos de este país y de otros.
Cuando corté la miré y antes que yo dijera algo, habló:
–No te preocupes, me voy esta tarde, el verano ya está por empezar en México.
No pude decirle nada, la vi salir por la puerta con su aire de reina. Bioy la miraba partir desde el balcón. Cuando ella se dio vuelta y nos miró, dos machos aprendieron una lección que nunca olvidarán.
Las gatas son territoriales y no conocen la monogamia.
A Bioy ya lo he visto con otra gata, en cambio yo estoy por mudarme, en este departamento hay un olor que me recuerda unos ojos negros que me estudiaban con atención en un bar. Unos ojos de los que yo me creí poseedor. cuentos, relatos, literatura, sexo, sex, sexy, chicas, mujeres, vacaciones, playas, putas, prostitutas
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15/7/07
Madre se escribe con m de amor
Nada nada queda en tu casa natal
Sólo telarañas que teje el yuyal
Julio Sosa. Nada
Diré que en esos tiempos Danilo caminaba erguido porque así tenía que ser. No era para menos; facha siempre tuvo, inteligencia no le faltaba y además era feliz. Se regodeaba paseándose con ella por las angostas calles de San Luis, lugar donde se sucedieron los hechos de esta historia. Sin embargo, por algo dicen que el tiempo tiene actitudes de mujer: caprichoso, cambiante y calculador, no es raro que al final le lleve su esplendor a terceros. Para ir contextualizando el asunto echaré leña en el fuego que le dio llama a esta increíble historia. Para comenzar sacaré a la luz algunas conversaciones que mantuvimos en aquellos tiempos.
Se me viene a la cabeza que las charlas sobre sucesos científicos no eran ajena a nuestra agenda diaria. Tan inusual dialéctica para jóvenes que apenas superaban los 20 años tiene su punto de inicio en el doctor Pedro Pablo Rifourcat, a quien de aquí en adelante ustedes podrán escuchar también con el duro mote del loco, o el algo menos dañino de el loco Rifourcat.
No es menos duro el comentario que alguna vez pude haber hecho yo.
–Lo único bueno del loco es haber tenido un hijo como Santiago.
Creo no errar si digo que a Santiago no le decíamos criollita porque cuando las papas quemaban el hacía agua, sino porque era tierno y de color indefinido. De seguro no erro si digo que el sobrenombre se lo puse yo y que, entre los amigos y desconocidos (qué feo es escuchar el sobrenombre de uno en boca de un hijo de vaya saber qué madre), ganó instantánea popularidad.
En aquel tiempo nadie me creyó, pero mis oídos fueron los sorprendidos testigos de una frase original de Criollita.
–Vos –me dijo– sos como político radical, sólo servís para destruir.
Brevemente diré que a Rocío la vimos (en realidad yo la vi primero) en una baile de los tantos que frecuentamos con Danilo y Criollita. Estaba iluminada con esa luz que sólo otorga la belleza casi perfecta; bailaba junto a otras chicas con un vestido negro que dejaba al descubierto los hombros y le ajustaba precisamente donde la estábamos mirando. Su pelo era lacio y negro, más bien largo, y le llegaba hasta un delicado cuello que le servía de base para contener tan precioso rostro, de ojos negros y redondos cuya mirada expresiva era difícil de sostener por demasiado tiempo; nariz pequeña señalando hacia una boca de labios rosados, ni gruesos ni muy finos, tan sólo deseables.
Para su sonrisa, párrafo aparte.
Si la hubieran llevado –pensé alguna vez– a un campo de batalla de seguro que jefes y soldados abandonaban las armas y se arrodillaban para apreciar tamaña expresión del alma. Y es que cuando sonreía podía conseguir lo que quería sin siquiera recurrir a palabra alguna. A riesgo de extenderme mejor continúo.
La observé primero y, con mi hombro, lo toque a Danilo señalando con la cabeza hacia donde ella estaba. No hizo falta que le precisara a quién le señalaba. Pensándolo ahora, ese puede haber sido el instante en que la cuerda comenzó a estirarse.
No tardó mucho Danilo en conquistarla y gracias a él pronto la tuvimos entre nosotros. Los primeros meses la pasamos conviviendo con la perfección. Es que a su belleza de envoltorio Rocío le agregaba una inteligencia y desenvoltura arrolladora, pronto inquietante.
Traigo a la memoria la vez en que nos retó a Danilo y a mí por cómo, dijo ella, tratábamos a Criollita.
–Lo excluyen, no se dan cuenta, pero lo marginan. Inconsciente, pero igualmente doloroso.
No conforme, siguió:
–Una amistad de hierro se afirma en la inclusión, e incluso más, hasta el mismísimo hierro se corta con una inclusión que no provenga de verdadera empatía. ¿Acaso ustedes se sienten superiores?
Me dolió su pregunta en suspenso y, para colmo, agregó:
–Me extraña de vos, Danilo –y le dio un beso.
En otras ocasiones profirió reclamos en idéntico sentido, con la presencia, incluso, de Criollita. Avanzando en el tiempo tengo que decir que Criollita –a quien ella llamaba Santi– no faltó nunca más a una excursión nuestra. Y si no quería ir algún lugar por no parecerle adecuado –por ejemplo: desde que unos hombres le hicieron algunas preguntas sobre su padre en el club de tenis, abandonó su aceptable golpe de derecha–, nosotros nos quedábamos. Sin tenis, divagábamos en torno a diferentes temas.
–A mi papá no lo echaron del laboratorio científico –aclaró Criollita–. Se fue porque dice que las reglas de la ciencia le ponen techo a sus ensayos.
–Ah, alguien –dijo Rocío mirándome– anduvo diciendo eso. Sin conocerlo, lo respeto. No hay mucha gente que renuncie a lo que tiene más seguro para jugarse por lo que cree.
–Me consta que está enfrascado en proyectos de suma importancia para la humanidad. Yo a veces lo ayudo, comprendo poco, pero él me dice que es mejor así ahora, que sus ensayos en estos días no le reportan éxitos seguros. Pero desde que dejó el laboratorio, me dice, que ha avanzado mucho en uno de sus experimentos principales.
–Que bien –dijimos.
–Sí, muy bien –resaltó Criollita mirando a Rocío–. Se trata de genética.
–Ajá –agregamos.
Danilo, que llevaba un rato ensimismado, opinó:
–Convengamos que está el hecho que puede presentarse a mediano plazo de que lo que cree no le sirva para ganar sustento. Será medio cruel pero así es el mundo –dijo.
Agregué:
–Conozco gente que lo logró. Es cuestión de perseverar.
Mi esperanza, alegró a Rocío, que, sentándose a mi lado, me tomó del brazo.
–La esperanza ha sacado a flote a más de uno –dijo.
–La esperanza –retomé– es un estimulante muy superior a la suerte.
–Sí –fue el aporte de Danilo.
Aunque no es de mi autoría, es una frase con la que me identifiqué mucho en esos tiempos. Los que vinieron fueron tiempos muy duros (sobre todo para ella) y en los que nos vimos obligados a buscar distracciones, emprendimiento en el que Danilo era claro líder.
La madre de Rocío, Gumersinda, de bello rostro arruinado por una nariz de águila, recibió un diagnóstico atroz del médico. Aunque yo no supe bien, Danilo me dijo que era un tumor maligno, descubierto, lamentablemente, muy tarde.
–Cuestión de meses –precisó.
Rocío ya no fue la figura omnipresente de antes y se dedicó por completo a su madre. Al final de los días, me consta, buscaba a Danilo para tener compañía. Sin embargo, eran justamente esos momentos en los que él me pasaba a buscar para emprender viaje hacia distintas diversiones. Criollita, absorto en los ensayos del loco, que no sé por qué motivo exigían su presencia, también nos fue dejando.
En distintos lugares, conocimos distintas mujeres. Pasado el tiempo, y como el hombre en un animal de prueba y error, esas salidas se fueron graduando. Una noche de alegrías audaces, mientras caminábamos de regreso al barrio bajo un cielo estrellado, Danilo confesó:
–La extraño, me he dado cuenta que la amo. Es todo lo que yo quiero de una mujer, no me estoy comportando bien con ella. Vos no entendés... pero...
Claro que entendía, pero en asuntos de pareja, y sobre todo luego de la muerte de la madre de Rocío, un tercero siempre atrae sobre sí una suerte de malévola consecuencia: queda en el medio, es el blanco, es la soga, y al final, tuvo la culpa. Prudente distancia fue mi sabia elección, sólo interrumpida el día en que Danilo llegó hasta la puerta de mi casa, muy alterado.
Dijo:
–Si es cierto tengo que saberlo. No lo vas a poder creer, a qué no sabés lo que andan diciendo...
–No, no sé, la bola mágica la dejé adentro.
–Criollita, fue Criollita. Ese hijo de...
–¡Epa! Pará, pará –lo frené. ¿Qué pasa con Santi?
–La gente anda diciendo que Rocío está viviendo con él, en la misma casa. Y con el loco ese del padre.
Después de un rato no tuve más remedio, lo fulminé con una pregunta (que nunca debí hacer): –Y yo, ¿qué querés que haga?
Se quedó pensativo y, el caradura, me exigió:
–Quiero que vos me confirmés si es cierto.
Aunque atrevida, no pude negarme a la exigencia que se basaba en una verdad a medias: yo era más apegado a Criollita, yo podía tener acceso a la casa.
No fue fácil. Me costó no pocos disgustos y varias puertas (en realidad siempre fue la misma) se cerraron en mi cara. Criollita era siempre el que atendía, me decía “no, ahora no” y quería cerrar. Nervioso, miraba para adentro, como si alguien lo reclamara. Finalmente, el caradura, me cerraba la puerta.
Como a cabezón no me iban a ganar, y porque el misterio ya me interesaba olvidé eso que suele sucederle a un tercero en dilemas de pareja. Volví, hasta que, con la venia de Rocío, Santiago me dejó entrar.
Para qué. Mis ojos no daba crédito a lo que veían: Santiago colaboraba con el loco Rifourcat, que presuroso atendía a Rocío, que estaba inmóvil sobre una camilla. Santiago lloraba, su padre, lo consolaba con una frase que entonces no comprendí:
–Va a funcionar, vas a ver. Después, es sólo cuestión de adaptarse a los cambios.
En sucesivas visitas, pude arrancarle algunas palabras a Santiago.
Escuché “ensayos, células sanas, inseminar, revivir, cambios físicos”. Así sueltas, se las trasladé a Danilo.
Pasaron, tal vez, nueve meses con escasas noticias. Y es que en mi segunda incursión escuché que el loco decía, entre contento y preocupado, que “ya está, ahora hay que esperar los resultados”.
De pronto, un día recibí un sobre. Mientras firmaba al cartero, leía de costado que decía: para Lucho, de Rocío y Santiago.
Poco me faltó para quedar mudo. El sobre contenía, para mí, una bomba, para otros, una contundente muestra de lo que puede pasar cuando no alcanzamos a apreciar a la mujer que tenemos a nuestro lado.
Ignoro cómo se enteró, pero Danilo me cayó a mi casa casi al mismo tiempo que la carta. Juntos (lo que sirvió para descartar locura temporal) leímos. La tarjeta, concisa decía:
Con felicidad, te invitamos a nuestro enlace.
Rocío Álvarez y Santiago Rifourcat.
Válido para dos personas.
Si mi amigo ya era por ese entonces la sombra de lo que supo ser, no vale la pena describirlo a partir de entonces. Antes de la boda, lo volví a ver una vez. De nuevo, cayó a mi casa, ahora con un pedido insólito:
–La tarjeta es para dos. Tengo que ir.
De nada sirvió mi anuncio de que estaba de novio, que iría con Julieta. Casi llorando dijo:
–Ella no los conoce, yo sí. Haceme el favor.
El día de la boda estábamos ahí. Me aseguré, que nadie nos viera entrar juntos, para lo que tuve, una vez ingresado, que escabullirme.
Como no encontré lugar adelante, me quedé en el fondo, igual que Danilo, pero él a la izquierda del salón y yo a la derecha, pegado a la pared.
Alocuciones de uso aparte, lo interesante estuvo cuando el cura llamó a los testigos a incorporarse. Al loco Rifourcat ya lo había visto sentado en primera fila y vestido de traje. Me lo imaginé como uno de los testigos. Quedaba el otro.
El cura leyó sus nombres:
–Pedro Pablo Rifourcat y Gumersinda Álvarez, favor de acercarse.
Imposible describir mi sorpresa y menos, el de una persona a la izquierda del salón. Luego, al darse vuelta, el loco dejó ver algo que tenía en brazos: era un bebé, grandote y bastante feo, con nariz aguileña.
Hoy, tiempo después, sin noticias de Danilo (que, por supuesto, huyó despavorido del salón, justo antes de mí) me digo que el desinterés trae aparejado algunos infortunios y que la ciencia ha avanzado rápido. En algunos asuntos, demasiado.
El invento del doctor Pedro Pablo Rifourcat fue un milagro, cuyo tiempo transcurrido hasta su realización fue bien aprovechado por una persona, que tierna y de color indefinido, se fue ganando el respeto y cariño de Rocío. Hoy, según algunas lenguas, viven dignamente felices en la misma casa del fallecido loco, sin hijos por una extraña enfermedad que contrajo ella al quedar embarazada y tener un bebé que resultó ser su madre.
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15/5/07
Argumentos para un crimen
Como jefe de redacción de la sección policial de cierto diario argentino me he encontrado con muchos casos increíbles que le hielan la sangre al humano más duro. Recuerdo haberme sumergido en las vísceras del asesinato de la mujer de un famoso periodista, en el del hijo de un reconocido actor; también me inmiscuí en asuntos de sangre que involucraron a un famosísimo actor de la farándula nacional que para seguir ocultando su verdadera sexualidad y que su club de fan no se llevara tan tremenda desilusión encargó la muerte de cierto hombre que luego, en el expediente de la dirección de investigaciones de la policía bonaerense, calificaría como el “amor de mi vida”.
Si bien muchos de esos hechos policiales llenaron las páginas de los diarios argentinos y fueron el tema de varias conferencias de prensa e incluso uno de ellos le costó la carrera a un, hasta allí, ascendente político, ninguno me produjo el impacto que me causó cuando tuve la oportunidad de toparme con el expediente (caratulado en un principio como averiguación de muerte/Magalí Robledo) de la muerte de una joven y hermosa (luego vi sus fotografías) mujer de opulenta salud que aún no había cumplido sus frustrados 25 años.
Recuerdo que me tocó editar un artículo de pequeña extensión de un joven cronista bajo mi tutela en el diario. El título de la nota voceó:
Asesinada con varias puñaladas
Los que se hayan tomado dos minutos para leer el artículo se enteraron de que “una joven mujer de unos 25 años fue encontrada muerta anoche en su departamento ubicado en Bajo Flores. La víctima, según fuentes policiales, tenía numerosas puñaladas en su cuerpo.
A los efectivos que llegaron en primera instancia a la escena del crimen les llamó la atención que el departamento no tenía signos de violencia ni sufría de faltante alguno de objetos valiosos”.
Luego, en un último parrafito, mencionaba la comisaría interviniente y que ese era el tercer asesinato de una mujer en lo que iba del año. Esto fue en junio de 1.995.
El seguimiento del caso naufragó, antes de siquiera embarcar, en el constante fluir de hechos más importantes, más sangrientos. Es por eso que mi testimonio tiene un papel tan trascendental en el conocimiento de la trama que derivó en el asesinato de Magalí Robledo.
Quien quiera que no, pero cierto prestigio en los medios y respeto de los mandos policiales, me hicieron acreedor del expediente en cuestión.
Lo que aquí les contaré (bien narrado, como el buen periodista que soy) no tiene apreciaciones ni exageraciones, salvo las que puedan haber cometido los profesionales que participaron de la investigación o las falsedades que puedan surgir del propio relato de los dos involucrados.
Omar Antonio Morales y Sebastián Aliguieri era amigos incluso antes de conocerse. La afirmación puede comprobarse con quienes los conocieron. Inseparables en las malas, los dos uno solo en las buenas y cómplices en las travesuras, nunca hubo secretos entre ellos, incluso cuando ambos conocieron a Magalí.
No debe interpretarse como una traición la verdad de que los dos compartieron a la mujer, ni menos tildarse del mismo modo el hecho irrefutable de que luego se echaran la culpa el uno al otro. Quienes lo juzguen así es porque no han presenciado un interrogatorio policial, y menos aún un interrogatorio de un hecho que ya fue difundido por la prensa.
–Si al menos este salame pagara el codificado para poder ver al glorioso San Lorenzo, no estaríamos lamentándonos de no tener guita para ir al Gasómetro –le dijo Aliguieri en tono de broma a su amigo Morales.
La rechifla iba dirigida al bueno de Alonsito, dueño, manager, mozo y encargado del bar de Boedo. Su mal era no tener contratado el paquete de partidos de domingo que ofrecía T y C Sports.
–Fuimos la semana pasada Alí –respondió Morales–. Y para qué acordarnos, perdimos 2 a 0 con Argentinos Juniors.
–Alonsito, usted diga la verdad, ¿Se puede perder con los muertos de Argentinos? –preguntó Aliguieri.
Alonsito movió la cabeza de un lado a otro y pregunto si iban a tomar lo de siempre.
–Lo de siempre, más que nunca, más que antes –tarareó.
Morales miró a su amigo y le hizo una sonrisa de admiración por el intento de cantar.
–Vos siempre inventando algo ingenioso, che.
–Y qué esperás, si no nos reímos de la vida, la vida se ríe de nosotros.
–Ah, bueno –exclamó Morales–. Dos comentarios ingeniosos consecutivos, esto sí que es histórico.
Alonsito les trajo una botella de dos litros de Coca Cola, limpió la barra y la dejó junto con dos vasos de plástico.
–A dónde va –gritó Aliguieri–. Dos cosas: primero, usted sigue siendo un turro de mierda, porque sigue sin traer a su negocito gaseosas de litro y medio para chorear más con las de dos, y segundo, cuántas veces le vamos a decir que nos traiga vasos de vidrio.
Alonsito lo miró extrañado y cuando iba a decir algo se arrepintió. Dio media vuelta y se fue. Trajo vasos de vidrio, se llevó los de plástico.
–Además el plástico daña el medio ambiente.
La risa de Aliguieri no contagió a Morales. Éste dijo:
–Esa no es forma de tratarlo. Siempre venimos acá y la pasamos bien, ¿acaso querés que nos eche y no tengamos dónde ir a tomar algo que no sea fuera de esta zona?
–Carajo che, si lo mío es más en joda que otra cosa.
Hubo un breve silencio. Aliguieri habló.
–Pero sigue trayéndonos vasos de plástico, viejo de mierda.
–La semana pasada estuve con una morocha bárbara. De esas que te la encontrás en la calle y no podés no darte vuelta y mirarle el culo. No sabés, tiene un lomo de primera, carne argentina de lujo. Y si te hablo de las tetas, no me crees. ¡Qué delantera, ojalá San Lorenzo tuviera esa delantera, qué digo, ojalá la selección Argentina la tuviera!
–En dónde la conociste.
–En el gimnasio.
–Pero, ¿ya pasó algo?
–De todo, le saqué una sonrisa.
–Con que le sacaste una sonrisa... mirá vos. Desde que el mundo es mundo, con Adán y Eva, que una sonrisa no significa mucho; y menos todo –dijo Morales con ironía.
–Tenés razón, pero las primeras veces no me daba ni la hora. Yo me acercaba y le quería ayudar, por ejemplo, a ponerle pesas a las mancuernas, y ella que me decía “no gracias, yo sé cómo se hace”. Otra vez llegó un poco tarde (porque convengamos que yo, que de lerdo no tengo nada, ya le junaba todos los horarios) y le dije: –Vamos, vamos, que se te hace tarde. No me vas a creer, pero ni me miró; y no se puede decir que no me escuchó, porque yo me había puesto en la puerta que está casi al final, que de pedo caben dos personas, para que se topara conmigo.
Aliguieri, de tan concentrado en la historia, no se había dado cuenta que su amigo se reía.
–De qué te reís.
–Nada, nada. Me imagino tu cara cuando te ignoró y... –se tentó–. Perdón, perdón, es que es muy gracioso.
–Si, vos reíte, pero lo que te dije al principio es cierto.
–¿Qué?
–Que ya le saqué una sonrisa.
–Si, es verdad, teniendo en cuenta lo que me contaste, eso es todo un avance.
–Más vale. Te olvidás con quién estás hablando.
Aliguieri lo dijo enderezando toda su estampa. Era alto, rubio, de ojos marrones. Con un rostro que no decía mucho de no ser porque lo acompañaba con un físico privilegiado. Un metro ochenta y cinco bien trabajado en el gimnasio, deportes desde chico y una labia, más allá de cierta extravagancia y soberbia, con la que lograba sus conquistas.
–Qué le dijiste para que se riera. No me digas que le contaste un chiste.
–Le pedí el teléfono. No me lo dio pero dejó ver una sonrisa y, lo más importante, creo que por primera vez en días, me miró.
Un mes más tarde, en el mismo bar, Aliguieri tuvo uno de sus escasos momentos de seriedad para contarle a su amigo un sentimiento que lo tenía preocupado.
–Estoy nervioso.
–A qué se debe.
Pensó un momento, miró a Morales y a Alonsito, que permanecía con ellos recostado sobre la barra en gesto de interés.
–Nada, es que el ciclón viene pegando varios triunfos al hilo, no sea cosa que nos mal acostumbremos.
Sus dos partenaires reaccionaron sonriendo. Morales, frío, calculador, preciso, agregó:
–Que no cunda el pánico mi amigo Alonsito, pero usted sabrá apreciar cuatro triunfos seguidos, por más que su corazón esté con Boca; 2 a 0 a Ferro, 1 a 0 a Independiente, 2 a 1 a Racing y 1 a 0 a Belgrano.
–Mañana visitan a River, ahí sí, les deseo suerte –comentó Alonsito.
–A esos gallinas los comemos cruditos, los desplumamos y nos retiramos como quien no quiere la cosa, y entonces hasta los diarios más importantes tendrán que comentarnos con grandes titulares.
–Guarda –previno Morales–. Que River, con sus defectos y todo, siempre ha tenido una maligna tendencia a ganarnos.
Aliguieri lo retó por su pesimismo y ambos siguieron con el ritual de la Coca Cola. Pasaron diez minutos de silencio interrumpido sólo por breves palabras de Morales. Finalmente, ante la retirada del encargado, Aliguieri contó:
–Me tiene loco, nunca me había pasado antes con una mina. Es que no hago otra cosa que pensar en ella y en lo bien que la pasamos juntos, me entendés, un tipo como yo...
–Tranquilo galán. Que no cunda el pánico. Supongo que te llegó la hora del amor, no tenés que cavilar demasiado en...
–¿Cavilar? Acaso yo hablé de caballos.
–Caballo sos vos, animal. Cavilar, pensar. No tenés que darle muchas vueltas al asunto. Si no fíjate en mí. Mi excesiva pulcritud y el hacerme una historia de todo me llevó hasta un médico, que me dijo, no me lo vas a creer, que tengo estrés.
–Y que te recetó, ¿pastillas?
–No, descanso y lo peor –le contestó Morales acrecentando el tono de sus palabras–, alguna actividad sana en la que ocupe mi cabeza. ¡Como si yo fuera un vago!
–Para eso nada mejor que ir a la cancha.
–No, qué cancha, vos querés que me convierta en un manojo de nervios. Me recomendó yoga o reiki, cosas por el estilo.
Las carcajadas de Aliguieri resonaron en el bar. Morales, ofendido, dijo:
–Callate, loquito enamoradizo.
Esto pudo haber molestado a su amigo.
Aunque parezca increíble, estos dos amigos que alguna vez se divirtieron juntos con cosas como orinar un árbol en una vereda, o trompear a ocasionales rivales defendiéndose entre sí, estuvieron casi dos meses sin verse. El bar, eterno imán, los reunió luego de un llamado telefónico de Morales.
–Estoy viviendo uno de mis mejores momentos –le contó Morales a un callado Aliguieri–. La mujer con la que he comenzado a salir está enamorada de mí, y yo de ella, claro está.
Resentido, aunque más confundido, Aliguieri sólo le prestó sus oídos.
–Te acordás que te dije que por estrés el doctor me recomendó reiki, bueno, ella es la profesora. Fue un flechazo mutuo; me costó al principio porque ella me confesó que tenía una extraña relación con un tipo, pero me aclaró que esa historia no iba más, que había llegado a la conclusión de que él no la quería. Me explicó que a lo primero se veían una o dos veces por semana en el departamento de ella, pero que sólo era algo sexual. Te admito que la sola idea de imaginarme a otro hombre en la cama en la que yo ahora duermo con ella, me incomodó. Pero más me molestó el alcance de las palabras “algo sexual”. Según lo que me contó ella, ojo, no es que dude, pero vos sabés cómo son, después él pareció enamorado, tanto que le pidió que dejara todo por estar con él; mas tarde el loco este le exigió una prueba de su amor con estas palabras: “Yo dejé todo, hasta no voy con mis amigos a la cancha por estar con vos”. Se ve que en ese momento llegué yo a su vida. Qué querés que te diga, estoy enamorado. Es la mujer de mi vida, con decirte que hasta empiezo a perder mi habitual timidez con las mujeres. Ahora sólo espero que ella madure lo necesario como para comprometerse conmigo.
Pasaron tres litros de Coca Cola en sendas botellas de dos y de un litro. Aliguieri permaneció varios minutos con la vista perdida. Luego dijo:
–Nunca deberíamos haber dejado de ir a la cancha. La campaña de San Lorenzo es muy buena, un notable segundo puesto. Y ahora se viene el clásico con Huracán.
–Con más razón, yo ni pienso aparecer en la cancha. Llevo tiempo sin ir y, antes del último empate con Platense, llevábamos cinco victorias seguidas. Es feo que después en el barrio te pongan el rótulo de yeta.
No fueron ni a ese ni a ninguno de los siguientes seis partidos que llevaron a San Lorenzo a conseguir el campeonato argentino a mediados de 1.995. Ambos protagonistas de esta historia fueron detenidos por la policía una fría noche de junio en sus respectivos departamentos del barrio de Boedo, a una cuadra de distancia uno del otro. La policía los acusó como principales sospechosos del asesinato (a través de 15 puñaladas) de Magalí Robledo, una joven profesora de reiki de 24 años que fue hallada tendida en su cama, desnuda, y con la luz de la habitación apagada.
Según consta en el expediente que obra en mi poder, se les comprobó que los dos mantuvieron relaciones con Magalí. Al principio los investigadores creyeron en la hipótesis de que conformaban un macabro dúo de aspirantes a buenos amantes, que por alguna razón habían pergeñado el crimen de la pobre muchacha. Luego, con inusitada sorpresa, descubrieron que no sabían, al menos en los primeros momentos, que ambos estaban compartiendo a la misma mujer.
–“Yo estaba enamorado de Magalí, jamás le habría hecho daño. Se los juro, soy incapaz de matar una mosca. Con Magalí quería casarme, sentar cabeza, tener hijos, cómo se les ocurre que yo...”
–Sabía usted que su amigo Omar Antonio Morales también estaba manteniendo relaciones con ella. Sí, claro que lo sabía, la puta madre que te parió, por eso, porque la amistad fue más fuerte en usted que el amor, la mató a ella. O acaso primero la mató a ella para luego seguir con Morales, eh, confiese, confiese Aliguieri, porque su boca cerrada de poco le va servir en Olmos.
(Aquí, según acredita el expediente, Aliguieri quedó mudo)
En un segundo interrogatorio, le preguntaron esto:
–Sabía usted que un pajarito nos confesó que usted le dijo estar “locamente enamorado de ella”, sabe usted que la locura es el principal argumento de un asesino... Dígame Aliguieri, ¿Cómo hacía el amor usted, con la luz prendida o apagada?
Fragmento de la declaración de Sebastián Aliguieri, argentino, 31 años.
–“Yo no mataría a la mujer con la que me iba a casar. Escúchenme, tengo 34 años, hace tiempo que estaba esperando alguien como Magalí”.
–¿Sabía usted al encamarse, que ella era la novia de su mejor amigo, Sebastián Aliguieri? La puta madre que lo parió si lo sabía, por eso la mató. Por celos, porque no aguantó que su amigo encontrara la mujer de su vida, porque no soportó perder una amistad de toda una vida. La conquistó y la mató. Escúcheme Morales ¿podría hacernos el favor de encontrar la receta médica que dice que para el estrés le recomendaron reiki?
En un segundo interrogatorio pasó esto:
–“Yo soy muy tímido, si hasta hacía el amor con la luz apagada, para que las mujeres no me encontraran defectos físicos. La receta no la tengo porque ya les dije que no fue una consulta oficial en un consultorio, si no que el consejo me lo dio un amigo médico que conozco solo por encontrarlo en la cancha, pero que ni le sé el nombre. Aliguieri era lo contrario a mí, él iba al gimnasio para marcar más sus músculos, jamás apagaría la luz cuando hace el amor”.
Fragmento de la declaración de Omar Antonio Morales, argentino, 34 años.
Aliguieri y Morales fueron beneficiados por el fallo de la Justicia que no encontró pruebas que los vinculara a la muerte de Magalí Robledo. El primero sigue viviendo en Boedo y es dueño de un gimnasio, el segundo se mudó a Mendoza, donde aprende el arte del Malbec. Nunca volvieron a verse. sexo, parejas, cuentoseroticos, policiales
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28/3/07
Alfa
Al llegar supe que el doctor le había recomendado reposo. Tres o cuatro días en cama.
–Mejor dicho –dije– otros tres o cuatro días en cama.
Mi mamá, que no escuchó bien, me repitió el diagnóstico y puso su mejor cara de preocupación. Dijo que el viejo ya estaba en edad de cuidarse y agregó una frase que me gustó:
–Ya no le sobra cadena para tanta bicicleteada.
Ahora no recuerdo bien si me dijo que “viera la forma de conseguir estos remedios (al tiempo que me pasaba una receta)” o si me pidió “unas monedas para comprar esto (al tiempo que me pasaba una receta). De todas formas, recuerdo que fui a mi habitación, me saqué la ropa que llevaba puesta, abrí el armario, y me puse a seleccionar la camiseta.
Con la casaca blanca del Real Madrid me fui al partido de todos los viernes con los muchachos. Como es bastante sorda, creo que no escuchó cuando le dije: –No vengo a cenar.
Al levantarme en la mañana sentí que mi padre le hablaba, a los gritos, a mi madre.
–... trabajo. Ni siquiera un libro, puede creer usted que le regalé El Quijote y ahí lo tiene hace cuatro meses, abajo de una caja de zapatos.
–Sí, viejo, sí. Me acuerdo –contestó mi madre.
Él siguió refunfuñando incluso hasta que mi madre salió de la cocina y, descarado, también cuando yo llegué a la cocina. Para darle bronca, hice este comentario:
–Mmm, que rico. Qué está haciendo de rico viejita linda –grité para que oyera mi madre.
Además de yo y mis padres (me pongo adelante sólo para contradecirlo:”El burro por delante”, decía cuando me nombraba en primer término), mi familia estaba integrada por mi linda y dulce hermanita: Maribel tenía 7 años, era regordeta, rubia y muy picarona, y con la inteligencia que hoy en día es común en los pibes que vienen a este loco mundo. Ah, tengo que agregar que mi padre incluía a sus tres perros; Tango (un feo, sucio y retraído Setter irlandés), Gardel (un Dogo argentino que siempre me odió) y Malvina (una rebelde pero noble Ovejero alemán).
Gloria, mi madre, era un elefante; grandota de cuerpo, no había hecho otra cosa en su vida que trabajar y trabajar para sacar adelante a su familia. Desde que se estaba quedando sorda, había perdido peso en la casa. Era casi como una mucama a la que llamábamos mami. Julio, era su esposo y también mi papá. Más bien petiso, los 51 años lo arrastraban en una tormenta de decaimiento general; un cabello que estaba perdiendo sus componentes laterales, ojeras que predominaban sobre unos ojos negros insulsos, una nariz diminuta pero algo deformada por alguna piña del pasado y dientes amarillos por el cigarrillo y el café; su aspecto general, en honor a la verdad, era mucho peor desde que sucumbió en el mal del trago y el juego.
Los problemas entre los dos comenzaron cuando me fui haciendo grande y fueron en aumento según mis etapas; preferí a mi madre cuando era niño, lo ignoré en la adolescencia, y me llevé a los tropezones cuando cumplí 18. Frase corta, tal vez exagerada, tal vez cierta:
Nos unía la sangre, nos podía llegar a separar lo mismo.
Recuperado, acometió de nuevo.
–Mucho fulbo y poco estudio usté –me dijo con esa manera de hablar tan suya.
–Y usté –acá fui irónico– mucho juego y poca presencia.
Los gritos y puteadas fueron bastante fuerte ya que mi madre llegó corriendo y gritó (siempre lo hacía desde que no escuchaba bien):
–Qué son esos gritos, ¿acaso ustedes dos quieren que los vecinos se rían de nosotros y nos tilden de mala familia?
Sólo la aparición de Maribel, en piyamas y media dormida, calmó los ánimos.
–Ves lo que lográs con tus gritos –sentencié.
El almuerzo transcurrió en paz. Mi madre le preguntó a mi hermana cómo le iba en la escuela, yo le hice bromas sobre supuestos novios y mi madre me pidió que esa tarde la llevara al cine. Dije, no puedo, los chicos me pasan a buscar en seguida. Julio habló:
–Yo tampoco, a las cinco de la tarde quedó en venir don Moya para hacerme un presupuesto de una puerta.
Mi madre, feliz, preguntó:
–¿Vamos a cambiar la puerta de entrada? Qué lindo, hace años que se viene abajo, y claro si está ahí desde que hicieron la casa, en el ’75; también podríamos aprovechar...
–No, no –interrumpió Julio–. Baje la velocidad mujer, no cambiamos nada, agregamos una, mejor dicho.
–Yo quiero una Barbie –pidió Maribel.
–Cómo es eso –intervine–. Otra puerta, ¿dónde?
Julio contestó el pedido de Maribel. Le prometió una para cuando cobrara. Después miró a mi madre y, respondiéndome a mí, le dijo:
–La puerta se va hacer en la habitación de él. De esa forma todos podemos salir al patio más rápido y cómodo. Vos mujer, por ejemplo, no vas a tomar tanto frío cuando salgás a tender la ropa recién lavada.
Creo que no lo interrumpí porque pensé que era una broma. No lo era. A las cinco, me enteré después, vino don Moya, el albañil.
En la cena, Julio se veía contento, gozoso diría yo. Mi madre estaba callada y mi inocente hermana, sobornada con una nueva promesa: su ansiada muñeca le sería entregada el mismo lunes.
–Al final –dijo el descarado– no nos va salir tanto como pensamos. Claro está, va ser una puerta humilde, con la única función de habilitarnos una salida exprés al patiecito.
Yo me había bañado y había colgado prolijamente la camiseta usada esa tarde para ir al centro con los muchachos: de imponente azul y blanco, la número 4 del Inter de Italia era una más de mi preciosa colección de camisetas de fútbol, que ya ascendía a un total de doscientas.
Mirándolo directo a los ojos, empecé:
–Ni en pedo dejo que hagan una puerta en mi habitación.
–Oponerse por oponerse no tiene sentido. Dame una razón lógica.
–...
–Ves, no sabés qué decir. Se hace y punto –dijo.
Luego, antes de levantarme de la mesa, agregué:
–Sólo la hacés para romperme las pelotas y para poder joder con tus perritos.
Un tiempo después, algo así como un mes, la puertita estaba en mi habitación. Mi padre, una vez más, muy enfermo de sus castigados pulmones: mi madre, cada vez más sorda.
Fue un sábado porque recuerdo claramente que salí a bailar. Volví y me acosté, sentí un chiflete de frío; finalmente me dormí. Al despertarme, para estar en casa, quise ponerme la camiseta del Porto de Portugal. Para mi sorpresa no la encontré. Para mi muerte en vida, a decir verdad, no estaba esa ni ninguna otra.
No sé por qué me di vuelta y clavé mis ojos en la ilustre puerta. Estaba medio abierta, el candado roto tirado en el piso. Empecé a gritar, insultar. Media hora después no podía creer lo que escuchaba:
–Y qué querés que hiciera, Tango, Gardel y Malvina durmieron adentro para hacerme compañía; tu madre durmió con Maribel porque lloraba por una muñeca que quiere que le compre. Yo enfermo, me vino bien el abrigo de unos amigos. Cómo saber... Qué país, ya no se puede vivir sin que uno pase a engrosar la lista de víctimas del robo.
Dos meses después aún lamentábamos la insólita muerte de mi padre. En otra de sus escapadas al juego, se olvidó las llaves. Estaba enfermo, hacía frío, mucho frío. Con mi madre sorda, mi hermana en casa de una compañera de la escuela y yo en un inusitado sueño profundo, se pasó cinco horas expuesto al terrible clima. Murió, una semana después, de una feroz pulmonía.
Repito, hacía mucho frío. Tanto, que yo ahora duermo en la habitación que antes ocupaba él. Mi madre en la de Maribel, que ahora disfruta en mi antigua habitación de la cercana presencia de Tango y Malvina. Gardel, el dogo, sucumbió a un envenenamiento. cuentos, humor, familias
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21/3/07
Vírgenes del gol
Cuento que escribí hace tiempo. Tomate 5 minutos para leerlo. Agradeceré tu comentario.
Yo lo miraba absorto, y utilizando las últimas letras de mi absorto, dije: qué orto. Todo lo que sobrevino después es inexplicable y de un tinte claro de humor negro. Por fin la gloria se acordó de nosotros y quedaríamos registrados en los récords del mundo entero.
Antes de eso, sucesos que contaré progresivamente, mi pueblo llevaba veinticuatro años participando de los campeonatos amateurs de fútbol que se jugaban en el oeste argentino y, aunque no nos hubiera gustado, tranquilamente podríamos haber figurado en el Libro Guinness de los Récords. A través de todos esos años el equipo terminó en la última posición, que no sería lo más denigrante de este caso si no existiera otro pequeño detalle en las campañas: nunca pudo convertir un gol y, en cambio, recibió trescientos ochenta y tres.
Intentando enterrar el pasado vacío de éxitos y repleto de bochornos deportivos, nos entrenamos más que nunca. Fueron dos meses de pretemporada en que los ejercicios físicos constituyeron la actividad principal y al mismo tiempo, una novedad. Estábamos en la etapa final en la que teníamos que agarrar el ritmo futbolístico. En esas andábamos un miércoles de enero en la plaza del pueblo, en el que el atardecer gigante del interior del país nos sorprendió, nuevamente, tomando unas cervezas bien heladas. Éramos tres de los integrantes del plantel que esa tarde había entrenado a los pies del sol que regaló una temperatura de treinta y siete grados con una humedad inexistente de diecinueve por ciento.
El gordo Álvarez, no tan grande como su corazón,lanzaba una de sus célebres cargadas. Su víctima de ocasión era el goleador sin goles del equipo, Juan Pablo Alchapar.
–– Olfatea el sabor ––le dijo seriamente––. Después agregó socarronamente: –– Olfato de gol no tenés, pero para la cerveza sos un goleador de raza.
Sus estadísticas le contaban a todos que en tres años, en los que jugó cuarenta y ocho partidos –36 oficiales y 12 amistosos-, estuvo a punto de convertir un gol en dos oportunidades. Un cabezazo en el día de su debut dio contra la parte externa de la red del arco y por un instante glorioso el pueblo estuvo a punto de gritar la palabra prohibida. La otra ocasión que tuvo Alchapar para que Marechal –bienvenidos- trascendiera sus cerros y montañas secas enquistadas de cactus y rodeadas de jarilla, fue en un partido que jugamos en nuestra cancha ante cincuenta y tres espectadores contra el equipo de Justo Daract, de la vecina provincia de San Luis. Un centro sin destino certero fue a chocar contra la mano de uno de los defensores puntanos y el árbitro cobró el penal. Cuando sonó el silbato yo creí que el hombre de negro había cobrado posición adelantada, no conocíamos la excitación, el dulce sabor que desprende la próxima ejecución de un tiro penal. El rumor de la llegada de la gloria se expandió rápidamente por todo Marechal, y en pocos minutos las humildes instalaciones del “Gigante de Los Andes” –así conocíamos nosotros al estadio- se vieron rebasadas de espectadores que no entendían nada de lo que estaban viendo pero que sin embargo sentían un cosquilleo en la piel de los brazos, que todos interpretamos como el comienzo de algo histórico.
Como ningún integrante del equipo de Marechal tomaba la decisión de ejecutar el penal, el árbitro oriundo de San Juan le entregó la pelota en las manos a Alchapar. Un leve estremecimiento sacudió las hojas de los árboles de los alrededores: era la onda expansiva provocada por el temblor de las largas piernas del delantero convertido en involuntario protagonista del hecho más fragoroso en la vida del pueblo.
Cuando terminó de acomodar la pelota en el punto del penal, su mente se negaba a responder su auto pregunta sobre a qué orilla ejecutar el tiro. Tan sólo once metros lo separaban de la chance de convertirse en héroe. Justo antes del momento crucial el arco le pareció demasiado chico, no era el que había visto toda su vida. El remate no fue a parar a ninguna orilla. Ninguno de nosotros pudo observar lo que pasó, ya que nubes de arena cubrieron todo el área: Alchapar le había pegado a la tierra, y la pelota llegó mansamente a las manos del arquero que ya estaba tirado sobre su derecha. Al final del encuentro, solamente siete personas que se quedaron supieron el resultado final: 0-5 en contra.
–– Somos un desastre ––comentaba la gente.
–– Habría que prohibir el fútbol en el pueblo, para no pasar más vergüenza –– sugerían otros.
Dos semanas antes del inicio de una nueva temporada, muy a pesar de muchos, nos aprestábamos a emprender un nuevo desafío. El gordo Álvarez, nuestro mejor y único arquero, Roberto “El Hacha” Demetrio, Alchapar y yo, Danilo Lentini, leíamos los rivales que nos deparó el sorteo del fixture. En la primera etapa compartíamos grupo con San Rafael y General Alvear. Además nos tocó uno de los “cucos” del torneo: Cutral Có de Neuquén. Los otros dos rivales serían Villa Mercedes de San Luis y Calingasta de San Juan. Para ser honesto, yo era uno de los más asustados con la peligrosidad de nuestros futuros contrincantes. Como segundo marcador central ya sufría imaginándome todo el trabajo que me esperaba para detener los embates de los enormes delanteros rivales. Siempre creí haber nacido para ser un centrodelantero, “el nueve”, para cansarme de hacer goles y recorrer el mundo reclamado por los mejores clubes. La realidad me fue retrasando de a poco en la cancha y terminé por soñar con ser un defensor implacable en la marca de los mejores delanteros del mundo. Siempre supe la forma exacta de marcar a Ronaldo, pero quizás soñaba demasiado.
Esa tarde el sol reinaba a sus anchas en un diáfano cielo mendocino. Sus rayos se apoderaban de nuestro pueblo, el calor era de infierno. Desde el fondo de la calle principal, vimos levantarse el polvo milenario de la pre cordillera. En el medio de la cortina de tierra una figura que no pudimos identificar en un primer momento avanzaba hacia nosotros emitiendo un sonido lejano, sucio, irritante. Nos miramos sin entender, en un silencio que casi hablaba. Permanecimos a la espera de lo inevitable. La figura ahora se deformaba generando otras a su alrededor. El gordo se anticipó al tiempo y pocas veces lo vi hablar tan en serio.
–– Hijos de puta ––dijo––. Son esos políticos de mierda gastando la plata del pueblo.
En efecto, eran ellos. Iban parados en la parte de atrás de cuatro camionetas Ford 100 último modelo. El candidato a intendente por el Partido Vecinalista Federal, Ricardo Testaferro, estaba en el centro de todos vestido con una camisa de seda verde pastel y unas bermudas blancas con bolsillos anchos. Repartía saludos y besos al estilo de las reinas de la Vendimia, cargados de poder y vacíos de sentimientos. Sus caras denotaban la ansiedad voraz que sólo el poder es capaz de dibujar en los rostros de aquellos que sueñan con él para llenarse los anchos bolsillos de bermudas blancas o pantalones de vestir. Al vernos, la jauría de asesores que caminaban a los costados de las camionetas nos saludó y abrazó como amigos de siempre e hicieron bajar del trono al candidato de entradas mal disimuladas con mechones peinados de atrás hacia delante, bigotes para acentuar la personalidad, y sonrisa de metal. Nos puso al tanto de sus planes.
–– Vamos a ser el ejemplo de todos en el deporte ––aseguró con firmeza––. Nos miró para estudiar reacciones faciales y se desató: –– El complejo deportivo que vamos a construir estará encabezado por los mejores especialistas, médicos deportólogos, nutricionistas, profesores de gimnasia, masajistas, y todo gratis para que ustedes sólo tengan que pensar en ser los mejores.
Alchapar cometió el error imperdonable de creer, y entonces Testaferro soltó otra andanada de promesas electorales en un discurso omnímodo que duro veinte minutos y culminó con una frase que tuvo un eco fantasmal:
–– Este pueblo está condenado al éxito.
Dos días antes del inicio de un nuevo campeonato, dos técnicos habían sucumbido en el fango de nuestra habilidad. El primero fue Jorge Zabala, un mendocino de pura cepa que nos reunió en el medio de la cancha una, dos, tres y mil veces para remarcarnos una, dos, tres y mil veces que “la mejor manera de defender es teniendo la pelota, cuando la perdemos hay que hacer un esfuerzo y correr, ustedes tienen piernas igual que todos, saquen el talento que llevan muy adentro”. Después dio indicaciones individuales. Cuando me llegó el turno, me dijo:
–– Desde ahora vos vas a jugar con los bolsillos cosidos. No podés jugar con las manos en los bolsillos ––concluyó remarcando la palabra bolsillo con ademanes aspaventosos que me intimidaron.
Cuando terminó el entrenamiento metí la mano derecha en el bolsillo del pantalón corto azul y descubrí que todavía me quedaban pedazos de galleta. Zabala se fue como vino, sin avisar. Tres días después llegó Germán Rodríguez, un porteño que nos presentaron como la persona que “descubriría oro en las montañas”. Al principio del primer entrenamiento en conjunto lo oímos dar diferentes indicaciones:
–– Este equipo jugará con tres defensores, dos volantes tapón, tres de ida y vuelta, un enlace y un punta.
–– Cagué ––pensé yo––, ahora hago banco.
La práctica entre titulares y suplentes –con dos jugadores menos– terminó 0 a 0. ninguno de nosotros se sorprendió de que al día siguiente Rodríguez ya no fuera. Sólo para darnos una mano, para tirarnos el salvavidas, Benito Pugliesi aceptó hacerse cargo de la dirección técnica del primer y único equipo de Marechal Fútbol Club. Benito era el encargado de mantener en buen estado el césped que nunca tuvo nuestra cancha. Cuando llegó el día del debut, Benito dio la formación en el colectivo cuyo destino era Calingasta:
Abel Álvarez en el arco, Juan Raya, Roberto Demetrio, Hernán Martínez, Omar Miguez y Carlos Riquelme serían los cinco defensores. En el medio, Gabriel Rifourcat –nuestra estrella–, Jorge Sic, Pablo Silas y Mateo Motuca. Como solitario delantero, responsable del gol y de las posibilidades erradas estaría Juan Pablo Alchapar. Yo, Danilo Lentini, calentaría el banco.
A las cuatro de la tarde de un sábado 19 de enero, con 38 grados a la sombra de árboles que no estaban en ninguna parte, comenzamos a jugar con camisetas de mangas largas porque las de manga corta todavía estaban secándose en el alambre del patio de Doña Ermigia Gómez de Alchapar. A los tres minutos, Braulio Santos, el goleador sanjuanino que contaba ya con representante sacó un derechazo que pasó debajo del cuerpo del gordo Álvarez nueve segundos antes de que su cuerpo llegara al suelo. Cuando el árbitro marcó el final del primer tiempo las trescientas personas que fueron a ver a los locales dieron las gracias por poder descansar sus gargantas que utilizaron seis veces. En la segunda parte, dimos lo mejor de nosotros y pudimos equilibrar el trámite del juego. De todas formas nos llamó la atención que Calingasta tocara para atrás y para los costados una pelota que pudimos meter en el área de ellos una sola vez. El resultado final fue 7 a 0. En la segunda fecha perdimos como locales con Cutral Có por 4 a 0. Luego San Rafael se apiadó de nosotros y nos ganó por un exiguo 3 a 0. Después de diez fechas nuestra posición era la de siempre: últimos, sin puntos y sin goles. Cuarenta y cinco tantos en contra hicieron que fuéramos a parar a la zona consuelo, donde jugarían los cuatro peores equipos del torneo.
En la primera ronda el tiempo mantuvo su viento árido privado de emociones frescas para nosotros. Personalmente mi mejoría fue notable. Me adueñé de la titularidad y conecté dos cabezazos en el área rival. Uno pasó dos metros por sobre el travesaño y en el otro le pegué con la nuca y la pelota se fue al lateral. Una sorpresa nos depararon los encuentros revanchas de la segunda ronda. Todo empezó en el primero, jugando en nuestra cancha contra 25 de Mayo de La Pampa. En el minuto veintiocho del primer tiempo, una sensación nunca antes experimentada recorrió nuestros cuerpos en un escalofrío que comenzaba en la rodilla izquierda y terminaba bajo la forma de un ligero temblor en la mano derecha. Era la sensación de la cercanía del gol. En efecto, a partir de ese momento, que le produjo una corditis a Benito de tanto gritarnos “sigan así que llega, sigan así”, una sucesión de jugadas con lujos incluidos nos dejó cuatro o cinco veces al borde del momento tan esperado por los marechales. El primero en sorprenderse fue Juan Raya, que luego de tomar la pelota en la mitad de la cancha (con un pase mío)agachó la cabeza y de pronto se encontró con el arquero que le salía a taparlo. Su escasa experiencia fuera de los límites de la mitad de la cancha, y la certidumbre arraigada en todo el pueblo de que Dios había cometido un error con las piernas de Raya al ponerle la derecha en lugar de la izquierda y viceversa, se congeniaron para que su remate fuera a parar mansamente a las manos del arquero. Rifourcat, Silas y Motuca también tuvieron la chance de que en el futuro la calle principal de Marechal llevara su nombre, y tuvieron también la oportunidad de que nunca más un equipo se burlara de nosotros, como sucedió una vez con un jugador del Gran Mendoza que en lugar de intercambiar un banderín, sacó un pequeño diccionario de su bolsillo ante la mirada petrificada de nuestro capitán. En un susurro que la brisa se encargó de esparcir como la mejor de las chusmas de barrio para que recorriera el país, dijo muy suelto de cuerpo:
–– Le falta sólo una página, pero no importa porque es la página donde sale la palabra gol. Ustedes no la necesitan ––alcanzó a sentenciar antes de largar una carcajada descomunal.
El partido con 25 de Mayo concluyó 1 a 0 para los del sur de La Pampa. Por un gol en contra de un defensor que ahora no recuerdo con precisión. El segundo partido fue de visitante con Guaymallén de Mendoza y logramos establecer nuestra marca de imbatibilidad. Estuvimos empatados en cero por más de noventa y ocho minutos, porque el árbitro, descaradamente localista, dio nueve de descuento. Cuando el cronómetro marcó el minuto cincuenta y cuatro el 10 de ellos se plantó frente a dos defensores nuestros, puso el pie derecho sobre la pelota y con un giro veloz salió hacia el centro del campo dejándolos atrás, después me tiró un caño a mí y sacó un zurdazo inoportuno que se clavó en el ángulo superior izquierdo de un gordo Álvarez que voló como nunca para luego hacer lo de siempre: sacar la pelota de adentro.
Una semana después, bajo el cielo de Aries, Marechal completo estaba reunido en torno a la cancha arrastrado por el aire de esperanza que sopló nuestras dos últimas presentaciones. No faltaron los envidiosos que dijeron que la congregación se debía a que todos sabían que Ricardo Testaferro, el nuevo intendente, en una acción demagógica había asegurado que disolvería el equipo para no pasar más vergüenza y que los opositores no nos mencionaran como un déficit de su gestión municipal. Al margen de las especulaciones, nuestro último rival era Villa Krause de San Juan, un equipo poderoso que cayó en desgracia luego de que le suspendieran por tres años a catorce jugadores que participaron en una piñadera histórica con los jugadores de Olta, La Rioja.
Muchos de los presentes, lo supe tiempo después, estaban en la cancha porque se rumoreaba que vendrían veedores del Libro Guinness de los Récords para comprobar con sus propios ojos la historia que llegó a sus oídos sobre el que probablemente fuera el peor equipo del mundo, los vírgenes del gol.
–– Nunca jugué con tanta gente ––me dijo Rifourcat con voz trémula.
Quise responder pero mi voz se ahogó en el caldo espeso del tremendo susto que invadía mi razonamiento. Rifourcat siguió buscando en mi el apoyo que esperaba.
–– ¿Será cierto lo que dicen?.
En menos de un segundo lo miré de reojo, me tomé mi caldo espeso de miedos y reaccioné con una frase a la cual la historia se encargará de darle su importancia posterior:
–– Me importa un carajo lo que digan.
El primero en asustarse con tamaña demostración de coraje y personalidad fui yo mismo. Rifourcat, al contrario, mostró una sonrisa expresada en el rostro pero dibujada en el corazón y me dijo palmeándome un hombro:
–– Gracias. Salgamos a jugar, este es el momento que soñamos siempre, nuestro momento.
Nuestras viejas veleidades de grupo dieron paso a una profunda empatía. Los gritos de aliento proferidos por Rifourcat repercutieron en la cercana majestuosidad de Los Andes. Los primeros minutos del partido produjeron un estremecimiento en la gente que observaba con estupor. Ya a los tres minutos Sic recuperó una pelota, giró sobre su cintura de 95 centímetros y amagó a cambiar de frente al mismo tiempo que tocaba suave a la derecha para la subida de Rifourcat, que con velocidad se metió entre dos rivales, tocó corto con Silas que le devolvió con precisión la pared y, ya dentro del área, picó la pelota por sobre el cuerpo del arquero. El travesaño nos negó el grito postergado por generaciones, pero no pudo ahuyentar la sensación de que algo estaba por suceder. Sobre el final de la primera etapa, con el marcador en cero, Mateo Motuca desenganchó su cuerpo de gigante escandinavo del cuadrado del sector izquierdo de la mitad de la cancha que nunca traspasaba y se metió entre los defensores con ínfulas de toro herido y cuando fue a encarar al líbero sanjuanino, recibió de éste un planchazo que le produjo una fractura del peroné. Cuando nos dieron el penal, todos comenzamos a saltar como si hubiéramos convertido un gol, todos menos Juan Pablo Alchapar, que se aferró a la pelota como la miseria se había aferrado a Marechal en un tiempo sin testigos. Fue tan firme su decisión personal de ejecutar el penal, que nadie se atrevió a proponer una alternativa. Nadie recordó que Juan Pablo ya había pateado antes un penal. Entre la gente hubo varios heridos en medio de la desesperada carrera que se desató por ubicarse detrás del arco del equipo de Villa Krause para ver lo que ningún otro mortal de este mundo había podido ver: un gol del Marechal Fútbol Club.
Alchapar se paró con las manos en jarra, como los que saben. Nunca miró al arquero. Observó siempre de reojo al árbitro esperando que diera la orden. Finalmente, en medio de un silencio de muertos, comenzó a desandar la carrera que había tomado. Le pegó a la pelota con su derecha letal pero el tiro se estrelló en el pecho de un arquero que se quedó en el medio del arco. El rebote fue a parar hasta la mitad de la cancha, donde esperaba sin esperanza un delantero de Krause que eludió a Álvarez con gambeta hacia fuera y puso el 1 a 0.
Extrañamente la concurrencia no se fue después del primer gol y tampoco después del segundo, del tercero, ni del cuarto. Segundos después de que el árbitro marcara un minuto de descuento, el arquero sanjuanino hizo un saque de arco que sería el inicio del final del partido. Por el área volvía caminando hacia tres cuartos de cancha, con la cabeza gacha, Juan Pablo Alchapar. El destino de reglas anárquicas quiso que el potente saque de arco chocara contra la cabeza de nuestro delantero; Alchapar cayó fulminado al suelo un segundo antes de que la pelota se metiera en el arco de un arquero sanjuanino que la vio pasar impotente por sobre su cuerpo.
Dos días después, el entierro de Juan Pablo Alchapar era una fiesta popular en la que Marechal seguía festejando el primer gol de su historia y en la que dos personas comentaban entre risas a los padres del goleador que su hijo tendría el honor de figurar en un libro de récords como el único muerto que hizo un gol. humor, futbol, cuentos, deportes, virgenes
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3/3/07
EL EGO ENANO
¿Nunca han vivido en un barrio? Deberían hacerlo. Un barrio contiene ese no sé qué... encierra amigos, charlas amenas con los vecinos, historias de toda clase, encierra afinidades y de vez en cuando, nuevos y sorprendentes vecinos. Hasta ese 19 de enero mi vida era una constante repetición de emociones y escenas: por la mañana cumplía con la despreciable costumbre del género humano que es la de trabajar. Almorzaba, leía el diario y luego me disponía a cumplir un nuevo capítulo del rito de mi pueblo; la siesta. A eso de las cinco o seis de la tarde –según la hora en que me había logrado dormir– me despertaba, tembo y con leve dolor de cabeza, para tomar mi merienda. Esperaba (leyendo) que se hicieran las siete y me iba a jugar al tenis. Regresaba, cenaba y me acostaba sufriendo de tanto pensar que cuando despertara me esperaba esa despreciable costumbre humana.
Tembo y con un leve dolor de cabeza, ese caluroso día de enero a las cinco de la tarde un camión de mudanzas irrumpió la lectura de uno de los volúmenes de Las Mil y Una Noches. Arriba del acoplado en cuya costilla se leía “Mudanzas El Rápido”, dos hombres bajaban y bajaban muebles en la casa de enfrente. Entre esos mueble pude ver una biblioteca.
– Encima lee –pensé, asociando un probable gusto en común.
Mientras no podía mas que mirar su vestido floreado largo y de atrayente escote, me preguntaba si alguno de esos dos que bajaban y bajaban cosas no sería su marido. La prueba de mi esperanza me la dio el pasar de los días: estaba sola.
No tengo que hacerme entender con un mensajito tipo:
“Estoy Enamorado”.
Enamorado, caliente, sediento, hambriento, interesado y otros adjetivos también podrían ajustarse a mi situación en los días que siguieron a la llegada del camión de mudanzas.
El barrio me estaba proveyendo una oportunidad para apartarme de mi rutina. Con esta y otras esperanzas partí el 23 de enero hacia el club a jugar al tenis. Al emprender el camino con mi bicicleta noté que un auto, lujoso e imponente, estaba parado en la puerta de la casa de ella. Después de un doble 6-3 en mi contra –un problema con mi revés a una mano y otro con mi saque, me jugaron una mala pasada– regresé con mi bicicleta. Eran las nueve. La postal, luego señal de infinitas amarguras, no había cambiado. El auto, un Ford Escort Cabriolet de color rojo, lujoso y cada vez más imponente a mi vista, seguía inamovible en la puerta de mi vecina.
El agua inundaba el jardín como mis ojos a su vestido. El calor insoportable del enero cuyano se combinaba en asociación ilícita con el viento inexistente; los árboles estaban petrificados, las hojas se negaban a brindar un mísero y tenue aire. Mirándola acomodar muebles –¿dejaría la puerta abierta por algún motivo en particular?– en un ir y venir fino y transparente como su vestido, yo ya hacía planes para mi irrupción en su vida.
El tiempo, a veces portador de calamidades físicas, me dio esta vez una razón que aumentó mi ilusión: Alina –tal su precioso nombre– era muy dada con los demás vecinos. Esto era una alegría y, a la vez, una tristeza, pues como se imaginarán entre esos vecinos existían otros hombres.
“Tengo el número uno”, pensé a modo de turnos por carnicería.
Es que el 25 de enero ella me habló. Serían las ocho de la noche. Las montañas se devoraban los últimos restos del sol.
– Hola cómo andás –me dijo con una sonrisa.
Para qué negar el envión anímico que me otorgó esa forma personalísima de llamarme: “cómo andás”.
– Bien, y vos...
– Acomodándome a mi nueva casa. Tengo tantas cosas que hacer, tanto mueble que ubicar. Uno tiene que mudarse para darse cuenta la cantidad de porquerías y trastos viejos que tenía en su anterior casa.
– Me imagino... si necesitás ayuda... –ataqué, rápido y efectivo.
– Tu ayuda sería una bendición –contraatacó, rápida y efectiva.
Amén, me dije encarando también para su casa.
Si mi ego se hubiera representado en mi estatura, quizá no podría haber pasado por la puerta. Si al pasar la puerta, cuando empecé a pensar en lo que podría llegar a suceder, mi inseguridad hubiera representado mi estatura, enano sería un adjetivo muy “alto” para definirme. Podría haber entrado por la ventana.
Mientras acomodábamos cosas, comencé a preguntar. Me intrigaba la decoración y los muebles de la sala de estar. En un costado, una serie de sillones individuales en cuyo centro había una pequeña mesa con revistas. Colgado sobre la pared se observaba un botiquín de tapa cerrada en el que se leía un cartel que decía:
“uno a dos pesos, tres a cuatro”.
– Sos enfermera –le pregunté.
– Sí. Me especializo en curar corazones.
Sentados en dos de esos sillones –ella eligió el más cerca de mí– hablamos durante más de dos horas. Tenía la virtud de hablar fluidamente, con lo que logró que en poco tiempo yo perdiera mi timidez. “Una tiene la suerte de trabajar en casa”, me dijo después de que yo le mencioné mi reticencia a los trabajos de oficina. En un momento ella me preguntó la hora, lo que yo interpreté, al mismo tiempo que miraba mi Casio deportivo, como una seña para que apurara mi ataque.
– Las diez –le dije.
Mientras yo buscaba las palabras justas para concretar, escuché que ella dijo:
– Uh, a las diez iba a venir Raúl.
Se paró veloz y se perdió en el pasillo. Confundido, la seguí como perro alzado. Al llegar a uno de los dormitorios vi la puerta entreabierta, antes de que yo me animara a pasar ella la abrió. Pareció sorprenderse de que yo siguiera ahí.
– Nos vemos mañana –dijo sonriendo.
Antes de salir di una mirada al cuarto. Las paredes estaban todas forradas con cartones de huevos, como en algunas radios de segunda clase.
Me fui pensando en positivo: mi ataque y posterior éxito no habían sufrido una derrota o un fracaso, simplemente una postergación de veinticuatro horas.
El 26 de enero se presentó con un cielo encapotado. Por la tarde el gris de las nubes le dio paso al negro, los relámpagos a los truenos y así hasta llegar al granizo que cayó sin misericordia sobre la ciudad. Los cuatro días que siguieron fueron iguales. Sin embargo, eso no fue lo que ocupó mi atención. Invariablemente durante las noches la casa de Alina se llenaba de autos, no todos al mismo tiempo. Al único al que le vi reiterar su llegada fue al Escort rojo. Esto despertó mis celos, a los que quise cubrir con esa inmunda actitud propia de nosotros los hombres cuando empezamos a tratar a las mujeres como una conquista más, un número más: “No importa”, me dije. “Me acuesto con ella y listo, si te he visto no me acuerdo”.
El último día del mes toqué a su puerta. Comenzaría el siguiente mes de la mejor manera pensaba con esa actitud machista que ya mencioné. Ella me abrió y me hizo pasar amablemente. Me senté jurándome que no estaría mucho tiempo en ese sillón. Con esa estrategia como impulso, a los diez minutos me abalancé sobre ella. Le besé el cuello y la acaricié. Me negó sus labios.
– Acá no, para eso tengo el cuarto –me frenó.
– Vamos, vamos –le dije.
Una vez en el cuarto el viento lúgubre que a veces trae consigo la realidad comenzó a soplar.
– Acá podemos gritar todo lo que queramos, para eso está insonorizado. La media hora cuesta veinte pesos, no te puedo hacer precio porque en seguida viene Raúl y me controla todo, incluso los preservativos que están en el botiquín en la sala. Si no tenés ahí hay, uno cuesta dos pesos, tres cuatro, como dice el cartel. Apurémonos porque así no se juntan tantos clientes en los sillones. Por qué ponés esa cara... no me digás que no sabías, pero si estaba todo claro. Dale apúrate.
Media hora después, saludando a unos tipos que fumaban sentados en los sillones, salí a la calle. Sentí mucho calor. Febrero sería terrible.
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